Enhorabuena Señor Alan Antich y a todos los que la hacen posible. Muy buena procesión. Increhíble. ¡La más bonita procesión con los componente más jóvenes del mundo!
DUBLINESES James Joyce 24 la vida: un hombre había muerto por su causa. Apena s le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella pen etró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara n o era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte. Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus oj os se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón d el corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su comp añera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora at rás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del b aile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abot argado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentarí a en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cort inas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consue lo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pr onto. El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convir tiendo ambos en sombras. Mejor pasar au- daz al otro mundo en el apogeo de una pasión que ma rchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su la do había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo. Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. N unca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se i maginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras fo rmas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos . Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su prop ia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos mue rtos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose. Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hac ia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombra s, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste , suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado ce menterio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
Enhorabuena Señor Alan Antich y a todos los que la hacen posible. Muy buena procesión. Increhíble. ¡La más bonita procesión con los componente más jóvenes del mundo!
Este vídeo demuestra que cuando nos unimos podemos hacer grandes proyectos :-)
DUBLINESES
James Joyce
24
la vida: un hombre había muerto por su causa. Apena
s le dolía ahora pensar en la pobre parte
que él, su marido, había jugado en su vida. La miró
mientras dormía como si ella y él nunca
hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se
posaron un gran rato en su cara y su pelo:
y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces,
por el tiempo de su primera belleza
lozana, una extraña y amistosa lástima por ella pen
etró en su alma. No quería decirse a sí
mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara n
o era la cara por la que Michael Furey
desafió la muerte.
Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus oj
os se movieron a la silla sobre la que
ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón d
el corpiño colgaba hasta el piso. Una bota
se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su comp
añera yacía recostada a su lado. Se
extrañó ante sus emociones en tropel de una hora at
rás. ¿De dónde provenían? De la cena de
su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del b
aile, de aquella alegría fabricada al dar las
buenas noches en el pasillo, del placer de caminar
junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia!
Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a
la sombra de Patrick Morkan y su
caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abot
argado de su rostro mientras cantaba
Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentarí
a en aquella misma sala, vestido de luto, el
negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cort
inas bajas y la tía Kate sentada a su lado,
llorando y soplándose la nariz mientras le contaba
de qué manera había muerto Julia.
Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consue
lo, pero no encontraría más que las
usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pr
onto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró
con cuidado bajo las sábanas y se
echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convir
tiendo ambos en sombras. Mejor pasar au-
daz al otro mundo en el apogeo de una pasión que ma
rchitarse consumido funestamente por
la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su la
do había evocado en su corazón, durante
años, la imagen de los ojos de su amante el día que
él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. N
unca había sentido aquello por
ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía
que ser amor. A sus ojos las lágrimas
crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se i
maginó que veía una figura de hombre,
joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras fo
rmas próximas. Su alma se había acercado
a esa región donde moran las huestes de los muertos
. Estaba consciente, pero no podía
aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su prop
ia identidad se esfumaba a un mundo
impalpable y gris: el sólido mundo en que estos mue
rtos se criaron y vivieron se disolvía
consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hac
ia la ventana. De nuevo nevaba.
Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombra
s, caían oblicuos hacia las luces. Había
llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí,
los diarios estaban en lo cierto: nevaba en
toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura
planicie central y en las colinas calvas,
caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste
, suave caía sobre las sombrías, sediciosas
aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado ce
menterio de la loma donde yacía Michael
Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una
cruz corva y sobre una losa, sobre las
lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su
alma caía lenta en la duermevela al oír
caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la
nieve, como el descenso de su último ocaso,
sobre todos los vivos y sobre los muertos.