EL SKINWALKER DEL BOSQUE
Mateo y sus amigos decidieron acampar en el bosque, lejos de la civilización. Era una noche sin luna, y el único sonido era el susurro del viento entre los árboles. La oscuridad era espesa, como una manta opresiva, y la única luz provenía de la fogata que crepitaba débilmente. El aire estaba cargado de un extraño olor a tierra húmeda y hojas podridas, que hacía que el ambiente se sintiera pesado, como si el propio bosque ocultara un secreto macabro.
Mientras encendían la fogata, comenzaron a contar historias de miedo. Uno de ellos mencionó a los "cambiapieles", aquellos seres que, según la leyenda, pueden tomar la apariencia de cualquier criatura, humana o animal, para engañar y acechar a sus presas. Al escuchar la historia, todos rieron nerviosamente, aunque en el fondo sentían una inquietud indescriptible que les hacía mirar por encima del hombro, como si alguien o algo los estuviera observando desde la penumbra.
Pasada la medianoche, el ambiente se volvió extrañamente silencioso, como si el bosque entero contuviera la respiración. Las aves dejaron de cantar y no se escuchaban grillos ni otros animales. De repente, un grito desgarrador resonó entre los árboles, rompiendo el silencio como un cuchillo. Era la voz de un niño pidiendo ayuda, un sonido que rebotaba entre los árboles, amplificado por el eco. Los amigos se miraron entre sí, atónitos y asustados; sabían que no había nadie más en el bosque, y el tono de aquel grito parecía demasiado... anómalo, demasiado vacío. A pesar de los intentos de sus amigos por detenerlo, Mateo decidió investigar, sintiendo una mezcla de curiosidad y una inexplicable urgencia.
Con cada paso que daba, el sonido del grito parecía acercarse y luego alejarse, como si el niño estuviera moviéndose, guiando a Mateo más adentro en el bosque. Las sombras de los árboles parecían cobrar vida, retorciéndose y alargándose con cada parpadeo, adoptando formas grotescas. Mateo sintió una presencia detrás de él, como si alguien estuviera pisándole los talones. De vez en cuando, se giraba rápidamente y apuntaba con su linterna, pero no había nada, solo la opresiva oscuridad.
Finalmente, a través de la bruma que se había levantado, Mateo distinguió una figura pequeña. Era un niño, parado en medio del bosque, con el rostro pálido y sucio, como si hubiera estado perdido durante días. Tenía los ojos vacíos y oscuros, hundidos en las cuencas, y su cuerpo delgado temblaba levemente. La linterna apenas lograba iluminarlo, y aun así, el niño parecía proyectar una sombra inquietantemente alargada detrás de él. "Ayúdame", dijo el niño con voz débil, pero sus palabras salieron quebradas, como si provinieran de una garganta lastimada. Mateo sintió un escalofrío helado recorriéndole la columna; cada fibra de su ser le gritaba que diera la vuelta y huyera, pero estaba paralizado, incapaz de apartar la mirada de esa figura extraña.
Entonces, en un parpadeo, el niño comenzó a cambiar. Sus ojos se volvieron negros como la noche, y su piel, tensa y pálida, comenzó a desgarrarse y a descomponerse. De su boca surgió una hilera de dientes afilados que se alargaban grotescamente, mientras unas garras emergían de sus manos. Su rostro se alargó hasta convertirse en una mueca siniestra y antinatural, como si alguien hubiera desgarrado la piel humana para revelar una criatura bestial debajo. La criatura soltó un gruñido gutural que se transformó en una risa escalofriante y distorsionada.
Mateo, completamente aterrorizado, gritó y salió corriendo de regreso al campamento, tropezando y rasgándose la ropa entre las ramas y raíces que parecían querer atraparlo. Al llegar, sin aliento y temblando, se detuvo al ver el desastre que lo rodeaba. Las tiendas de campaña habían sido arrancadas del suelo, y la fogata, ahora apagada, apenas humeaba débilmente. Sus amigos habían desaparecido, y en el suelo sólo quedaban huellas profundas de garras y algunas manchas oscuras que parecían sangre seca, salpicadas en patrones que formaban un círculo alrededor del lugar.
El eco de una risa demoníaca aún retumbaba en el aire, envolviéndolo en una sensación de desesperanza. Miró a su alrededor, buscando una señal de sus amigos, algún indicio de que aún estuvieran cerca. Sin embargo, la realidad era aún más aterradora. En las sombras que rodeaban el campamento, vislumbró varios pares de ojos observándolo, ojos negros y vacíos, todos fijos en él, como si aguardaran pacientemente, disfrutando de su miedo. Sintió una presencia en su espalda, demasiado cerca, respirando con un aliento caliente y nauseabundo.
Mateo sabía que la criatura que había visto no estaba sola, que las sombras ocultaban a otros como él. Estaban acechándolo, esperando a que cometiera un error, a que cayera de rodillas, agotado, para reclamarlo como suyo.
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