Después de innumerables días recorriendo caminos peligrosos y enfrentando hordas de engendros, Deacon St. John finalmente logra encontrar a Sarah, su esposa, en un campamento militar fortificado. Su corazón late desbocado cuando el general, con orgullo, lo lleva hasta ella. Sarah estaba allí, vestida con el uniforme militar, pero con la misma fuerza y determinación que siempre recordaba.
Al verla, Deacon se queda paralizado, incapaz de creer que finalmente la tiene delante. Para Sarah, sin embargo, es una ilusión. Durante meses, había creído que Deacon estaba muerto. Pero cuando se quedan solos, ella lo toca con temor, y al sentirlo real bajo sus manos, se da cuenta de que no es un sueño. “Estás vivo...” dice, con lágrimas en los ojos, abrazándolo con fuerza.
Deacon, sin poder contener sus emociones, le ruega que huyan juntos, que dejen atrás el campamento y todo lo que los ha mantenido separados. Pero cuando espera un sí ansioso, Sarah lo mira con tristeza. "No puedo..." responde en voz baja. Deacon retrocede, desconcertado.
“¿Qué? ¿Qué quieres decir?”, pregunta con desesperación.
"Este lugar... es más complicado de lo que parece. No puedo dejarlo ahora. No puedo irme contigo." Las palabras caen como baldes de agua fría sobre Deacon, quien no puede entender cómo, después de todo lo que pasó para encontrarla, Sarah no puede escapar con él. Ella trata de explicarle las responsabilidades que ha asumido, las cosas que sabe y que él no entendería. Pero Deacon no puede dejar de sentirse traicionado por la misma mujer que tanto amó.
El silencio se extiende entre ellos, cargado de emociones no dichas. Ambos saben que la conversación no ha terminado, pero el dolor de la respuesta de Sarah pesa en el aire.